Como nuestros sentidos no tienen la precisión suficiente, hemos de
utilizar un instrumento de medida apropiado para la determinación de
la temperatura: el termómetro.
Al igual que otras propiedades físicas, la temperatura se midió
mucho antes de ser comprendida. Parece que Galileo inventó
(1593) el primer indicador de temperatura, aunque no se trataba de
un verdadero termómetro, ya que la graduación de su escala era
arbitraria. Galileo simplemente invirtió un frasco largo de cuello
estrecho que contenía agua coloreada en una vasija con el mismo
líquido. El aire capturado en la pequeña bola de la parte superior
del frasco se expandía o contraía al calentarse o enfriarse y la
columna bajaba o subía en proporción.
En los primeros termómetros, inventados por los académicos de
Florencia en la década 1657-67, se mide la temperatura como en
nuestros termómetros actuales: por la dilatación de una columna de
alcohol o de mercurio. Newton usaba termómetros análogos de aceite
de linaza y estimaba las temperaturas más altas -inalcanzables por
sus termómetros- por el tiempo que tardaban los cuerpos en
enfriarse.
El uso de los termómetros de mercurio se extendió a partir de 1720
debido a la precisión de los que fabricaba D. G. Fahrenheit
(1686-1736) en Holanda. Estos termómetros venían calibrados por dos
puntos fijos: el cero de la escala correspondía a la temperatura de
una mezcla de hielo y sal y se tomaba como 96 ºF (considerado como
número mágico) la temperatura del cuerpo humano. En esta terrible
escala, todavía usada en los paises anglosajones, la fusión del
hielo y la ebullición del agua corresponden a 32 ºF y 212 ºF,
respectivamente.
A partir de 1742 se empezó a usar la escala sueca de A. Celsius
(1701-1744), cuyos puntos fijos venían determinados por la fusión
del hielo (100 ºC) y la ebullición del agua (0 ºC). Nuestra escala
centígrada actual es la misma de Celsius pero invertida y con la
especificación de que la calibración debe realizarse a la presión
atmosférica normal; el hielo funde por lo tanto a 0 ºC y el agua
hierve a 100 ºC. Todas estas escalas son sumamente arbitrarias pero
los termómetros de mercurio que las materializan son precisos y
reproducibles y este es el motivo de su aceptación hasta nuestros
días.
Desde un punto de vista científico tienen más interés los
termómetros de gas. El primer termómetro de aire por medida de la
presión fue construído en 1702 por G. Amontons (1663-1705).
Consistía en una pequeña bombona llena de aire unida a un tubo en
forma de U lleno de mercurio para medir la presión. Amontons estimó
el extremo frío de este termómetro que corresponde a presión nula
del aire de la bombona. Este extremo fue llamado cero absoluto por J.
H. Lambert (1728-1777), quien lo fijó en -270 ºC, la cual se
acerca bastante a nuestro valor actual de -273 ºC aproximadamente.
Este es un valor muy especial; es el límite inferior de las
temperaturas -cero absoluto-, más allá del cual no puede extraerse
más energía de la sustancia.
W. Thomson, lord Kelvin (1824-1907), introdujo una nueva
escala de temperaturas: la llamada escala absoluta o escala
Kelvin, que resultó coincidente con la de un termómetro de
gas. Esta nueva escala conserva los grados Celsius, pero empieza en
0 K (léase 'cero kelvin', no 'cero grados kelvin'). Así, el agua se
congela a 273 K y ebulle a 373 K y cualquier temperatura kelvin es
numérica 273 grados mayor que el correspondiente valor Celsius. En
la búsqueda del cero absoluto nadie ha llegado más allá de unos
frígidos 0'00000005 K y es probable que el 0 K no sea alcanzable.
Las temperaturas más altas concebibles hasta ahora se encuentran en
el interior de ciertas estrellas (unos 4.000 millones de grados
Celsius parecen el tope teórico). Una bomba de hidrógeno se inflama
a unos 40 millones de ºC y llega a alcanzar una temperatura diez
veces mayor, mientras que el interior del Sol alcanza tan sólo 15
millones de ºC. Entre las cosas más calientes que puede haber en un
hogar está el filamento de una bombilla que opera a unos 2.500 ºC y
sólo una vez, cuando se funde, alcanza el punto de fusión del
wolframio: 3.410 ºC. El plomo funde a 327 ºC, el papel se quema a
unos 230 ºC y bajamos a las temperaturas propias de un horno para
asar carne o hacer un pastel. Las temperaturas terrestres del aire
han alcanzado máximos de 58 ºC a la sombra en Libia y mínimos de
-88'3 ºC en la pesadilla antártica, este pequeño intervalo es más de
lo que estamos preparados para resistir.
El hielo, por supuesto, se forma a 0 ºC, pero si se le añade sal
común la temperatura de la mezcla descender a -21 ºC. Este efecto se
ha usado durante mucho tiempo para enfriar el helado hecho en casa.
Para alcanzar temperaturas mucho más bajas con facilidad tendríamos
que usar un gas licuado, como el nitrógeno. Es un fluido que parece
agua y hierve a -196 ºC. El más exótico de todos los materiales es
el maravilloso helio líquido; hierve (en recipiente abierto) a
-268'9 ºC.
(Tomado de 'Física en perspectiva', de E. HECHT, y de 'Los principios de la física en su evolución histórica', de C. SANCHEZ DEL RIO).