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Recursos de un profesor de física y química de la enseñanza pública

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Lo que todo el mundo quiere: potencia

Columnas de humo subían ya hacia lo alto desde las fundiciones de Inglaterra en los últimos años del siglo XVIII. El cielo se iluminaba con el ardiente resplandor de la Revolución Industrial. Maestros del hierro tales como John Wilkinson (con fama en hojas de afeitar) hicieron cañones, naves y puentes de hierro, los objetos más básicos de la época. El afable y brillante Matthew Boulton poseía una buena fábrica en Birminhgam que fabricaba cajitas de rapé, preciosos botones y adornos metálicos. Cuando se secaba la alberca que movía la rueda de paletas que impulsaba la fábrica, el trabajo disminuía. Aunque sin resultado, discutió este enojoso problema y la idea de usar una especie de bomba con sus amigos Benjamín Franklin y Erasmo Darwin (abuelo de Charles). Sin embargo, otro amigo que tenía preocupaciones similares, un industrial llamado Roebuck, presentó a Boulton un joven ingeniero, James Watt. Este melancólico escocés, inventor de talento considerable, había diseñado por entonces una máquina de vapor mejorada, pero no la había hecho funcionar aún. Boulton quedó enseguida impresionado por la ingeniosidad de Watt y Watt se sintió encantado de poder emplear los artesanos e instrumentos de la factoría de Boulton. No tardó mucho la máquina de Watt en subir agua desde la alberca hasta la parte alta de la gran rueda, moviendo el molino y haciendo a Boulton todavía más rico.

En aquellos días las máquinas de vapor se usaban sólo como bombas, situación que pronto cambiaría Watt. Habían formado una sociedad, Boulton y Watt, convirtiéndose en los primeros fabricantes de máquinas de vapor eficientes. Boulton estaba tan contento con su nueva colaboración y con el poderoso ímpetu de los pistones, que alardeaba: "Vendo lo que todo el mundo quiere: ¡Potencia!".

Boulton y Watt llevaron sus motores a Cornwall para bombear al exterior el agua que inundaba las profundas minas de cobre y estaño. Astutamente, se ofrecieron para instalar las máquinas sin cobrar. Todo lo que pedían a cambio era una fracción de la diferencia entre el costo del combustible para las máquinas y el costo del heno para un equipo que hacía el mismo trabajo por día. Los propietarios de la mina comenzaron a rezongar sólo cuando empezaron a pasar los años y seguían pagando a los prestamistas de potencia.

(Tomado de 'Física en perspectiva', de E. HECHT).